Explicación no pedida, acusación manifiesta
Edición 246 (La Malpensante Moda III)
POR SANTIAGO ERAZO
Menos famosas que los juegos pirotécnicos de su canto son las facetas de dibujante y tejedor del cantante de ópera Valeriano Lanchas. Aquí deshilvana el ovillo de su potente y ácida voz.
Lee, teje, dibuja y trabaja boca abajo, acostado en su cama. Como si en la gravedad que se deposita sobre sus manos, la que jalona todo aquello que agarra, estuviera la clave para entenderse y entender a los otros, con la sangre en el fondo de su cabeza. De gravedad también está hecha su voz. Cuando abre la boca y canta en teatros españoles, neoyorquinos o bogotanos, vestido de tutor, sacristán o barón, su canto se desgaja sobre el público. Se derrama. Y todos, sin saberlo muy bien, aplauden empapados. Una ola que golpea los acantilados de los palcos, que arrastra la ruidosa luz del escenario. Hay algo marítimo en la voz de Valeriano Lanchas. Por eso aquella gravedad, que podría ser la misma que precipita a un gris cachalote hacia las profundidades acuáticas, es también la de un timbre grave, de bajo-barítono. Me cuenta, mientras nos tomamos un tinto en su casa, un apartamento atiborrado de cuadros y libros, con un piano de cola encallado en su sala, que hay quienes se han podido parar encima de su barriga sin que a él le duela ni un poco. Es el resultado de un diafragma que durante casi treinta años se ha ejercitado diariamente.
Pero en el revés de esa voz que lo llena todo también se atisban por una mirilla las posibilidades de lo mínimo. Ha empezado a publicar y exponer sus dibujos y pinturas, piezas pequeñas, hechas del material de los sueños más rocambolescos. Hay un Liceo, el Diego de Acedo, en el que sus estudiantes hacen equilibrismo con objetos sobre sus cabezas, arrastran sus pensamientos –ramas de árboles que brotan de sus frentes– y desfilan con sombreros de formas animales. Hay gallinas magos. Hay saltimbanquis atribulados por sus familias disfuncionales. Sus cuadros están hechos de tinta y acuarelas y desborde. Y de humor negro, tan negro como el fondo de la fosa de las Marianas. El mismo humor que va atravesando esta charla con Valeriano, el cantante de ópera más importante del país, dibujante diletante y un tejedor que lentamente va saliendo de su propio costurero.
Hasta hace muy poco conocimos al Valeriano dibujante. ¿Desde cuándo dibujas y pintas?
El dibujo viene desde que era bien chiquito. Yo tengo una hermana mayor, y de pequeño hacía todo lo que ella hacía, bueno, sigo haciendo todo lo que ella hace. Entonces, cuando ella pintaba, yo pintaba. Toda la vida en mi casa hubo libros de arte, hubo para dónde mirar, pero nunca pretendí ser pintor; yo tenía clarísimo desde los seis años que quería ser cantante de ópera.
¿Qué artistas, qué pintores en particular te formaron desde esa labor silenciosa?
A mí me encantaba Picasso. Era como mi dios. Quizá por una cosa que también ataba con el canto, después lo vine a ver: Picasso se estuvo… reinventando ya es una palabra muy pandémica. Digamos que siempre estuvo investigando. Que es lo que yo siempre he querido hacer con mi canto. Porque me salgo de mi zona de confort todo el tiempo, que es un lugar muy peligroso. Lo único que uno tiene que tener confortable es la cama para poder dormir bien y tener fuerzas para salirse de la zona de confort todo el día.
¿Sabes qué creo? Yo siempre he pintado lo que me gustaría ver. Y he desarrollado mi propia técnica de tanto hacerlo. Sospecho que si tú pones a un mico a colorear todos los días, a los treinta años el mico te hace un mandala. Yo creo eso, en el trabajo diario.
Es curioso ver que tus dibujos están inundados de blanco. Son un poco minimalistas, íntimos. Tu trazo es fino; creas pequeñas figuritas, pequeñas cabecitas que hilas. Pero en tu quehacer musical tienes una voz estentórea, eres un hombre grande. Veo un contrapunto interesante entre tus dibujos y esa faceta tuya cantando; lo voluminoso, en todo el sentido de la palabra: el volumen, los decibeles, tus cuerdas vocales, tu corporalidad.
Esa paradoja está en la ópera, que es algo enorme, ambicioso, pero que le da un espacio a lo silencioso, a lo pequeño, a lo personal, a lo muy privado. Yo lo percibo cuando uno se sienta solo en el piano y ve esas notitas que son de este tamaño [Valeriano une su dedo índice y su pulgar], que después se convierten en una cosa tremenda. Siempre me acuerdo de una historia de Giuseppe Verdi. Cuando ya era muy viejito, la penúltima ópera de Verdi fue Otelo, que empieza con una tormenta. O sea, tú ves Otelo y se queda todo el mundo peinado para atrás. Tienes este drama con Desdémona, Otelo, las partes sutiles, después él la mata, se mata él, etcétera. Cuando la estrenaron, nadie vio a Verdi inflando el pecho, diciendo: “Ay, la estrené en la Scala de Milán”. Más bien lo veían todo el tiempo como triste. Un día le preguntaron por qué estaba así y dijo: “Es que echo tanto de menos mi intimidad con Desdémona y Otelo, en mi piano, cuando estaba construyendo esto”.
Yo creo que para allá vamos todos con la edad. Voy a cumplir 46, y veo el ponqué de los cincuenta cerca. Entonces ya la vida es diferente. Ya no soy ese joven. Hace rato dejé de sentirme joven. Y eso lo regresa a uno a lo que tú dices, a esa intimidad. Realmente todos mis dibujos son muy íntimos.
Al punto de que solo cuarenta años después hayas querido mostrarlos.
Claro, porque no es publicar con la urgencia de mostrarse. Cosa que de nuevo vuelve a lo mismo, la intimidad; ser famoso es un daño colateral de cuando haces algo. Cuando alguien hace algo para ser famoso, está en el camino equivocado. Alguna vez, saliendo del Teatro Colón, una mamá con un niño de esos tímidos y con bozo me dijo: “Valeriano, ¿cómo puedo hacer para que mi hijo sea famoso?”. Yo le respondí: “Cómprele una pistola, párelo en el Centro Andino, en los cines, preferiblemente, y que haga pum, pum, pum. Y en la noche lo tiene en todos los noticieros. Famosísimo”. Me dijo: “Ay, Valeriano, no seas egoísta, famoso como tú”. Le respondí: “Mire, si yo hubiera hecho esto para ser rico, me hubiera ido por otros trabajos de pronto menos laboriosos y de pronto más ilegales que den más plata. Para ser famoso, la pistola” [risas].
Suena a frase de cajón, pero suele ser mayor el placer fruto del proceso que del resultado. Es como dice Kavafis en un poema muy famoso: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo”.
Siempre hay más placer en recorrer el camino. ¿Tú sabes lo que yo uso cuando me toca aprenderme una ópera nueva, desde cero? Como no conozco mayor cosa, tengo que subrayar el papel, traducir todo, estudiar nota por nota, empaparme del estilo, meterme en ese mundo, todo. Yo no tengo un escritorio pero casi todo lo hago en la cama boca abajo. Es mi postura ideal. No sé por qué. Estoy muy cerca de todo. Cuando yo hago eso, me quito las gafas, estoy muy cerca de la partitura, estoy muy cerca del dibujo, por eso pinto tan chiquito y con tanto detalle. Eso también es muy íntimo.
Fíjate en que es hasta práctico enfocarse en el proceso y no en el final, porque si te obsesionas con el resultado y sale mal, entonces tu vida se va por el desbarrancadero. Recuerdo esa anécdota tuya con Plácido Domingo, cuando él te preguntó cómo te fue en una obra. Tú le dijiste: “Terrible, maestro: me salió un gallo”. Pero él te repitió: “No, no, ¿cómo te fue en la obra?”. Luego te pidió que le dijeras cuánto dura un gallo. Tú le respondiste que un segundo. Y ahí mismo te preguntó cuánto dura una ópera. Le dijiste que dos horas. Al final te termina preguntando: “¿Me puedes contar, por favor, cómo te fue en la otra hora y cincuenta y nueve minutos y cincuenta y nueve segundos?”.
Ah, sí. Yo casi llorando. A Domingo mismo le he visto cómo se le salen gallos. Me he parado en el escenario con grandes cantantes a los que se les han salido gallos. Y les importa un pito.
Es que hasta puede ser bello. Es la certeza de que hay un humano cantando, no una máquina.
Es eso. Hay una cosa genial en YouTube que se llama Perlas Negras. Son desastres en la ópera. Uno no puede creer. Es que son desastres que podrían acabar con la carrera de alguien como Pavarotti, con todos los grandes cantantes, pero, a la larga, a todos nos ha pasado alguna vez eso.
Yo siempre he pensado en que hay una estética propia de estar cerca de desafinarse, de estar en el límite de la nota. Recuerdo, por ejemplo, esta canción bellísima de João Gilberto, “Desafinado”, que es una poética de la desafinación. Él dice allí: “el desafinado también tiene un corazón”. Quizá también es dejar de pensar que la música es algo encumbrado, destinado solo para unos pocos perfeccionistas que llegaron al Olimpo.
En la música se le ha dado mucha importancia a la pirotecnia vocal y al virtuosismo. Por ejemplo, a los orientales les encanta el virtuosismo, pero a mí el virtuosismo musical nunca me ha interesado. Me interesa cantar bien y ya. Ayer me mandaron un video de un niño de cinco años tocando una sonata de Mozart rapidísimo. Todo el mundo decía: “Wow, tiene cinco añitos”. Si tú me preguntas qué opino de ese video, te diría que los papás son unos hijueputas por tenerlo como un mico por dinero. Lo otro es que los tendones de ese niño van a quedar como unos coliflores en dos años. A ese niño le van a quedar solo fuerzas para coger una sierra y cortarle la cabeza a los papás por haberlo tenido como un mico de feria [risas].
Hay mucha intimidad en el proceso de tus dibujos, pero no son solemnes. El humor está presente todo el tiempo.
Totalmente. Pero un humor particular, no el del chiste. A mí me encanta recordar chistes, pero el chiste es lo más pornográfico del humor. El del tipo “érase una vez, había un no sé qué”.
El chiste de Sábados Felices.
Ese es el porno del humor. Prefiero el humor donde no debería haberlo.
O la ironía.
O ironía. Velásquez siempre fue muy respetuoso con los bufones. De hecho, fue el único que los retrató. Y además lo hizo con la misma técnica y el tamaño y todo con lo que retrataba a los reyes. Yo cada vez que voy a Madrid me voy al Museo del Prado a ver los bufones. Y a ver Las Meninas, que está lleno de bufones.
Al fin y al cabo hay ironía pero también un tema con lo absurdo.
Claro.
Pienso, por ejemplo, en un dibujo tuyo que me gusta mucho: una máquina complejísima para echarle sal a un huevo. Algo bien patafísico.
¡Ah, sí! Ese es de la serie de máquinas.
O los pensamientos que se empiezan a derivar de los niños, una pieza que tiene algo más poético que humorístico. Es como si el universo poético y el humorístico estuvieran entrecruzándose…
Van juntos siempre.
Es algo que les cuesta mucho a los poetas, hacer humor y al tiempo poesía. Dar con ese tándem. Pienso en algunas excepciones: Nicanor Parra, el Tuerto López o Luis Vidales aquí en Colombia…
O los poetas alemanes, como Eichendorff. Yo estudié muchas canciones de Schumann y Schubert con estos poetas y recuerdo que lo más importante que me enseñaron fue: nunca dé por sentado un poema de Eichendorff como solo un poema: siempre hay una ironía escondida ahí.
Es que es la naturaleza misma de la ironía, que entre más sutil, más potente, ¿no? David Foster Wallace explicaba la obra de Kafka como una literatura en buena parte humorística. El mismo Kafka decía que él se reía a carcajadas a mitad de la noche escribiendo esas piezas suyas que tienen tanto de lúgubre y de trágico. Pero la cosa es encontrarle ese hilo invisible, muy sutil, de la ironía. Y siento que acá también, en estos dibujos tuyos, está.
Claro. Mira, a mí me encanta Pasolini. Y hay una película que mucha gente no ha acabado de ver, Saló, que es una pieza muy chocante. Yo, que soy de hierro, he tenido arcadas de solo acordarme de escenas de Saló. Pero la he visto hasta el final. La tengo en dvd. Me parece una obra maestra. Alguna vez vi un documental fantástico que te recomiendo sobre el rodaje. Uno diría que para los actores fue terrible y degradante hacer una película así. Pero en realidad estaban toteados de la risa todo el tiempo. La caca era de chocolate…
El humor finalmente es un espacio en el que abreva lo creativo, el acto creador, que uno ve de forma clara en tus dibujos y pinturas, en cómo traduces esos mundos imaginarios al papel. Me pregunto si esa pulsión creativa también está en la música. Es decir, te hemos conocido como intérprete, pero no sabemos si exista un Valeriano compositor.
No, ¿sabes por qué? Me encantaría, pero no tengo herramientas para hacerlo bien. Y ese es mi mundo profesional. Yo sé lo que se necesita para ser un compositor en serio y no lo tengo, entonces yo ahí sí…
No sé si quizás el dibujo supla un poco esa necesidad de crear.
Esa necesidad de crear lo tuyo. Igual también hay creación en tu interpretación, ¿no? Hay cosas que tú haces que estás interpretando, pero estoy interpretando algo que creó otro. Entonces estoy creando hasta cierto punto.
Con el equipo editorial de la revista descubrimos un libro que tiene tus ilustraciones. Un poemario. Nos sorprendió muchísimo porque este poemario es de tu mamá. No sé cómo habrá sido ese proceso, si fue idea de ella, si fue un trabajo colaborativo.
Ella me preguntó si a mí me gustaría y yo le dije que claro. Además, ella escribe muy bien. Fue profesora, ya está retirada. Estudió literatura en la Javeriana y filosofía en Viena. Mejor dicho, más preparada que un kumis. Entonces, claro, no es la señora que un día le dio por escribir poemas; ya venía con un trabajo de décadas. Una cosa muy seria, una cosa muy decantada.
¿Cómo es tu relación con la poesía? ¿Lees mucha poesía?
Yo amo la poesía. Amo leer poesía. También con el repertorio de cámara me he acercado mucho a ella y la he podido cantar. Casi todos los compositores han escogido grandes poetas para las letras de sus canciones. Entonces, por ejemplo, con un repertorio francés que estoy trabajando he conocido a Guillaume Apollinaire, Paul Éluard, un poco de poetas, y tengo el gusto de poderlos usar en público. No siendo el declamador a la antigua, sino cantando los poemas.
De hecho, hiciste hace poco un proyecto con Pedro Ramírez, compositor y profesor de los Andes, y con tres poetas colombianos: Rómulo Bustos, Juan Manuel Roca y Horacio Benavides. ¿Cómo fue esa experiencia?
¡Sí! ¡Precioso! Mi relación con Pedro… Yo conocí a Pedro como en 2008 y lo primero que hicimos fue un ciclo de tres canciones con poemas de Giovanni Quessep.
Cuéntanos un poco sobre el crochet. Ibas muy avanzado con una manta circular, ¿cómo te ha ido con eso.
Muy bien. A mí me enseñó a tejer mi abuela durante una gripa que me dio y me separó de mis hermanos. Me mandaron donde ella. Fue una cuarentena cuarenta años antes de la cuarentena. Yo me provoco muy fácil; mi mamá siempre ha dicho que uno hace algo y llego yo atrás como un chino chiquito provocado. Así fue con la ópera, lo que pasa es que la provocada me duró largo rato. Llevo cuarenta años provocado de la ópera y así me pasa con el crochet, puedo durar otros cuarenta años o más. Entonces vi cómo mi abuela hacía crochet y me antojé. Sin embargo, yo tejo al revés, no lo hago como tejen las señoras, lo hago de una manera absurda, pero sale. Inventé mis propios puntos, porque soy zurdo. Solo tengo un punto básico, que es el único que me interesa. Me gusta ver cómo algo va creciendo. De hecho, a veces le tomo fotos a las mantas. Cuando apenas empiezo, cuando van dos puntadas, y después veo a dónde llega. El trabajo con la manta circular me ha gustado mucho porque cuando empiezas crece muy rápido, es darle vueltas, entonces en una sentada tienes un gran avance. Pero a medida que vas agrandándola se nota menos el avance, y cada vez hay que tener más fe en el proceso.
Todo en la creación artística o en la interpretación es un acto de fe. Pero no de fe y amor etéreos, sino de fe en lo que estás haciendo. Leí por ahí que en hebreo la palabra “fe” y la palabra “trabajo”, “labor”, tienen la misma raíz, lo que me parece genial. A esa fe me refiero, “fe” y “práctica” tienen exactamente la misma raíz. Es un poco ir a ciegas, pero saber para dónde vas. A mi abuela, que ya se murió, la había traído de Madrid unos hilos finísimos, una locura de alguna tienda en Madrid, y los quise usar pero ella me dijo que no, que era muy fino y que yo iba a hacer algo inmundo.
Por ahí me contaron la historia de cómo los compraste…
Eso fue en una tienda atendida por el típico par de hermanas solteras que ponen una tienda, ya sea en Madrid o en Manizales. El arquetipo, pues. Siempre hay una que es más mandona que la otra, siempre son dos hermanas y tienen un cuarto para las dos; así vivan en una casa de cinco cuartos, tienen uno solo con dos camitas. Y atienden la tienda de hilos. Esa vez yo estaba comprando para mí, pidiendo agujas e hilos. Estando en la España católica, de repente le dije a una: “Son para una tía”, como queriendo dejar claro que no eran para mí, ni más faltaba. Ella solo me miró y me dijo: “Explicación no pedida, acusación manifiesta” [risas]. Y yo pensé: “Gracias, señora, no vuelvo a esta tienda”. Es chistoso porque uno no tendría que dar explicaciones para comprar unos hilos. Después fui a una tienda acá en Hacienda Santa Bárbara, y luego de haber vivido la experiencia de Madrid, le expliqué a la señora qué hilos necesitaba. Ella me dijo: “No se preocupe, acá vienen muchos hombres que tejen”.
También pensaba en el asunto del vestuario en tus personajes. Tú sabes que el vestuario hace parte de la construcción de identidad de cualquiera. ¿Sientes que de alguna manera esa naturaleza camaleónica de transformarte en el escenario hace parte de quién eres?
Claro, es muy curioso porque yo vivo disfrazado. Cuando a mí me dicen: “Vamos a hacer una fiesta y vamos a maquillarnos y a vestirnos” yo pienso: “¡No!, de esto vivo”. No me importa hacerlo para salir a cantar ópera, pero para una fiesta me parece jartísimo. Lo disfruto mucho, he tenido mucha variedad de vestuarios: he tenido armaduras de centurión, hábitos…
¿Hay algún vestuario que quieras usar y no lo hayas hecho hasta ahora?
Ahora precisamente, en el Colón, voy a cantar un aria en concierto. Hay una ópera de Donizetti que se llama Viva la mamma, que es graciosísima. Está ambientada en un ensayo de ópera: una de las sopranos tiene una mamá que es una exsoprano y llega a joder al ensayo. El papel de esa mamá es para un bajo, lo cual se hizo con la idea de que sea monstruosa: tiene que ser un hombre. Se llama Mamá Ágata. Es el personaje más monstruoso de la historia de la ópera porque lo que hace es llegar a joder el ensayo y después la función. Eso me encantaría, vestirme de mujer. Lo voy a hacer en un recital, entonces no voy a estar vestido de señora, porque no hay escenografía ni nada, estoy de frac. Pero mi idea sí es hacerla pronto.
Eso me hace preguntarme, ¿al momento de cantar prefieres la interpretación lírica del recital o la ópera?
Son capas de la misma cebolla. Me encanta estar en escena y actuar; sentir la orquesta y estar ahí con ellos es algo que valoro cada vez más. En 2024 voy a cumplir treinta años de carrera, de haber estado en la primera ópera, y cada vez me da más ilusión que la primera. Aprecio cada vez más lo que está pasando, lo que cuesta, lo veo con más respeto e ilusión. Afortunadamente, no me pasó al contrario. El recital es otra experiencia también muy bonita, muy íntima. Estás de frac, en un escenario con un piano y no más, la gente podría casi cerrar los ojos y escucharte solamente. Estás siendo una clase de médium de la poesía y la música. Yo creo que uno siempre está al servicio del arte. Hay dos tipos de artistas o cantantes: el que está al servicio del arte y el que tiene el arte a su servicio. A mí me ha ido bastante mejor estando a su servicio. Cuando estás vestido de Mamá Ágata es otra cosa, ahí no estás siendo un médium para Mamá Ágata. No es como que me sueñe con ella, o que me quede en el personaje todo el día, yo no creo en eso. Dustin Hoffman cuenta que para un personaje que debía hacer en Nueva York de alguien que estaba destrozado, se fue para Manhattan y pasó la noche descalzo, caminando por las calles, ni comió. Al otro día le llegó al director diciéndole: “Mira, estuve volviéndome mierda para el personaje”, y el director lo miró y le dijo: “Oye, Dustin, ¿no hubiese sido más fácil actuar?”. Creo que siempre hay que tener un poco de control. La emoción es importante, pero también tener el control. Yo creo en el control. Uno se puede emocionar con algo pero no se tiene que desmayar.
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